martes, 13 de septiembre de 2011

SILO, A UN AÑO DE SU PARTIDA


La dimensión espiritual de Silo es inagotable y su muerte en Mendoza, de la cual, en estos días, se cumple un año, nos deja a los argentinos y a todos los que lo conocieron, una enseñanza cuyo horizonte, impredecible y vasto, es difícil de mensurar. Esta frase, dicha así en estos tiempos posmodernos tan intrincados y banales, parece la opinión de alguien que opina cualquier cosa sobre cualquier persona. Pero este hombre, Silo, no tenía nada que ver con lo mediático, ni era un personaje conocido de la coyuntura política, económica, literaria, de la farándula o del espectáculo.

En verdad, se trataba de un pensador, original e infrecuente, que buceaba en los abismos del corazón y la mente, configurando una tarea cuya exacta dimensión no ha sido todavía bien entendida. Con decenas de libros escritos, era también un hacedor, en el sentido que sus ideas se presentaban para ser configuradas en distintos grupos de estudios –verdaderos laboratorios existenciales– que muchos jóvenes y no tan jóvenes experimentaron y experimentan con entusiasmo y asombro, en diversos territorios y culturas.

Había estudiado a Ortega y Gasset, Edmund Husserl, Nietzsche, Sartre y Hegel. Por supuesto, conocía muy bien y entre muchos otros, a Marx, Darwin, C. G. Jung, Freud –a quien le objetaba la noción del inconsciente–, Wolfgang Köhler, Heidegger, Heisenberg, Kandinsky. Incansable, había indagado asimismo los planteos de espiritualidad en autores como Gurdjieff, Krishnamurti , Mircea Eliade y maestros del Budismo Zen. Todos ellos abonaron el terreno para la construcción de una magna obra, que buscó convertirse en una suerte de guía luminosa de los caminos internos.

La conciencia, para Silo, era un fenómeno abierto, una estructura de percepción, memoria y transformación de estímulos, cuyos vericuetos, incluyendo los más íntimos, reprimidos o alejados del mundo de lo racional, podían develarse a quien supiera encontrar, con paciencia, la llave para decodificar sus manifestaciones. La mente, en tanto, la presentaba como una suerte de ámbito mayor: el océano infinito e inspirador, dentro del cual la conciencia y el mundo desarrollaban su acción cotidiana y trascendental. Desde esta perspectiva, su original enseñanza liberadora tiene puntos de contacto con el budismo, aunque no desdeña aportes de los sufíes, de los pitagóricos, de la alquimia de los alejandrinos y neoalejandrinos o de la Philokalia de los monjes del Monte Athos.


Inquieto escrutador de la espiritualidad de las culturas precolombinas, en distintas oportunidades se refirió al mito mesoamericano del Quetzalcoatl, el hombre-serpiente convertido en dios, como también al gran Pachakuti, el renovador del estado Inca, quien humanizó el colectivo social de ese imperio, según se explica en el texto “El humanismo en las distintas culturas”, del intelectual ruso Semenov. Por otra parte, el monte Aconcagua, el techo de América, como majestuoso y simbólico protector andino –y de la madre naturaleza– de la localidad de Punta de Vacas, donde Silo comenzó su misión, era una constante referencia en su obra.

Heredero de Gandhi y Martin Luther King, fue el creador, sucesivamente, del Movimiento Humanista y de organismos como el Partido Humanista, la Comunidad para el Desarrollo Humano, Convergencia de las Culturas y otras agrupaciones. El mensaje de Silo es la síntesis de su doctrina dirigida hacia un fin: humanizar la Tierra, es decir, descubrir el sentido del hombre en el mundo.

Optimista profundo y de una curiosidad notable, en los últimos tiempos puso en práctica, como un verdadero Prometeo, lo que él llamó “talleres del fuego”: interesado en estudiar el salto de conciencia que iluminó a los homínidos y los convirtió en homo sapiens, ideó distintos experimentos para producir y controlar el fuego a partir de ámbitos primitivos, en elementales condiciones de origen. De esta manera quiso observar y entender el esfuerzo y el funcionamiento de la psiquis humana, que se puso en tal tarea hace 50 o 60 mil años atrás.

Muy poco antes de la muerte física de Silo, mi hija María Guillermina, un ser sensible y receptivo, me cuenta, conmocionada, que tuvo una intuición notable. Soñó que este, se encontraba en una reunión de amigos, ya flaco, debilitado y demacrado y de pronto se cayó al suelo; todos corrieron a auxiliarlo, pero entonces Silo los contuvo con un ademán, mientras les decía: “No, a mí no, cuiden la obra, cuiden la obra.” Extraordinaria premonición que me hizo acordar a la parte final del Zarathustra de Nietzsche, cuando éste, sentado en una piedra, inquieto y meditabundo, se preguntaba: “¿Cuál es el último pecado del hombre Superior?” Entonces, y de pronto, dice el poema, se le iluminó el semblante y se dijo: “La Autocompasión es mi pecado. ¿Acaso aspiro yo al lamento de mi autocompasión? No, se respondió con firmeza. Yo aspiro a mi Obra.”


En todas las culturas se manifestaron seres especiales que supieron ahondar, comprender la problemática de los tiempos más oscuros de la humanidad y plantear con claridad la huella de un futuro abierto y luminoso. Silo era uno de ellos. Su prédica por la paz comenzó cuando tenía 30 años, el 4 de mayo de 1969, en Punta de Vacas, a los pies del Aconcagua, con una arenga conocida como “La Curación del Sufrimiento”. Era el comienzo de la maravillosa década del ’70, con la renovación generacional, el Mayo de París y las ansias colectivas de transformar el mundo. Estuvo en Jujuy varias veces; incluso quiso decir una arenga en Yala, el 20 de Julio de 1969, pero no pudo, porque fue impedido por la intervención militar de entonces.

El desarrollo de sus ideas –combatidas por los regímenes militares, desde Onganía hasta el proceso militar de 1976– se extendió luego a todos los continentes. En el año 1993 recibió el doctorado Honoris Causa de la Academia de Ciencias de Rusia; poco tiempo antes, había sido designado “Maestro” por la Shanga budista de Sri Lanka, al sur de la India.

La última vez que se presentó en público fue el 11 de noviembre del 2009, en Alemania, donde disertó ante la Cumbre de los Premios Nobel de la Paz, cuando la Marcha Mundial por la Paz y la No Violencia -llevada adelante por la asociación “Mundo Sin Guerras” (nacida a partir de su inspiración)-, llegó a Berlín después de recorrer distintos continentes. Esa marcha, épica, comenzó en Nueva Zelanda, recorrió cinco continentes, y culminó su camino en Punta de Vacas, donde Silo, poco antes de morir, la recibió con los brazos abiertos; justo allí donde construyó uno de los tantos Parques de Reflexión que ahora se encuentran y se multiplican diseminados por el mundo.

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